El sentido de hacer una pausa
Hace unos días estuve en Cusco, acompañando las ceremonias de despedida de mi querida tía Carmen Julia, quien atendió con serenidad el llamado del Señor. Fue la última del clan Casas Casas, una mujer buena, cariñosa y generosa, que ahora goza del descanso eterno, tras haber sembrado, como todos sus hermanos, mucho amor en este mundo.
La tristeza de estos momentos encuentra alivio en el reencuentro y el abrazo de los amigos, compañeros y familiares. Hoy, ese consuelo viene también por redes, por llamadas, por palabras que viajan de corazón a corazón.
Entre viajes y silencios, tal vez empujado por la voz dulce de los que ya partieron me puse a pensar y escribí algo que me atrevo a compartir con ustedes, amables y cultos lectores de Peruanísima.
Después de una jornada tensa, un viaje largo, una caminata exigente o un partido entre amigos, ¡qué glorioso es detenerse! Esa pausa no es solo un descanso: es un regalo. Recuperamos algo que, sin darnos cuenta, se nos escapa cuando vamos demasiado de prisa.
Porque sí, a menudo olvidamos que tan vital como avanzar… es saber parar.
Fíjate en un niño dormido. O en la dorada luz del atardecer colándose entre el polvo flotante. Ahí, en lo quieto, lo esencial se revela.
Qué alivio rendirse por un rato a la calma. Soltar las urgencias, ignorar los platos sucios por lavar, los mensajes pendientes, la agenda saturada, y dejar que se disuelva esa angustia de llegar a tiempo… aunque en realidad ya vayamos tarde para todo.
En esa pausa vive algo hondo. No tiene nombre raro ni etiqueta de moda. Es una calidez callada, como el sol que entibia la piedra sin hacer escándalo. Una quietud que, sin hacer ruido, se convierte en bondad. De esa que transforma sin alardes.
Hoy, en un mundo donde parecer importa más que ser, y correr es casi obligatorio, detenerse suena sospechoso. Pero no lo es. Al contrario, frenar, observar, respirar y simplemente estar puede ser el acto más lúcido —y rebelde— que tengamos.
Porque al parar, empezamos a ver. Y al ver, por fin, vivimos con sentido.
Más aún cuando se toma conciencia de la finitud de la vida, entonces uno se cuestiona ¿Qué es lo que realmente importa?
Lo dijo algún poeta: «El único viaje que realmente importa es el que uno hace a su interior». Y ese viaje, aunque suene contradictorio, comienza cuando dejamos de correr sin rumbo.
Pausar nos devuelve claridad. Redibuja nuestras metas. Nos recuerda que vivir en comunidad no es un eslogan, sino una necesidad. Que la bondad no es un lujo moral, sino una brújula cotidiana.
Facundo Cabral decía: «Si los malos supieran qué buen negocio es ser bueno, serían buenos, aunque sea solo por negocio».
Y no lo decía en broma. La ciencia moderna lo respalda: el cerebro humano —esa sinfonía de conexiones, de sinapsis y neuronas— funciona mejor cuando vibra en sintonía con la bondad. Cuando ayudamos, cuando escuchamos sin interrumpir, cuando acariciamos sin prisa, algo dentro se afina. Como si el alma, a escondidas, afinara las cuerdas del cuerpo.
Y, sin embargo, seguimos atrapados en nuestras mini-guerras: «Yo pienso así», «Tú estás mal», «Mi verdad es la única». Como si la vida fuera un ring, y el otro, un enemigo. Como si ganar una discusión fuera más urgente que entendernos.
Nos dividimos… y perdemos. Nos alejamos… y nos secamos. Terminamos solos, tensos, sin saber al final, por qué peleábamos.
Pero hay otro camino. Uno discreto, nada estridente. No se anuncia en mítines, ni depende de reformas. Es algo que mi madre pretende enseñarme aunque yo sea «un poco duro de mollera», más real, más íntimo: se llama compasión.
No esa compasión altanera que lanza migajas desde el podio. Sino la que se arremanga, se sienta en el barro y murmura, sin palabras bonitas: «Estoy contigo». Esa que no se queda en el «te entiendo», sino que actúa.
Porque la empatía, aunque valiosa, puede quedarse cómoda. Sentir desde lejos. La compasión, en cambio, se mete. Se ensucia. Se compromete. No se conforma con comprender: quiere transformar.
Ahí, en ese gesto, la humanidad empieza a oler a esperanza.
Pero para llegar allí, hay que parar. Frenar en seco. Apagar el celular, colgar el alma y quedarse un buen rato a solas. Y eso… no es fácil.
Vivimos pegados al reloj, como si cada minuto fuera oro. Pero como dijo John Lennon: «La vida es eso que pasa mientras estás ocupado haciendo planes».
¿Cuándo fue la última vez que desayunaste sin mirar una pantalla? ¿O caminaste sin destino, simplemente por andar? Nuestras abuelas sabían hacerlo. Era su arte: el arte de estar. No de producir. No de impresionar. Solo estar.
Y sí, se necesita valor para no hacer nada. Porque no hacer nada hoy es casi una herejía. Es decirle al mundo: «No necesito likes para existir». Es un domingo en modo avión. Y en esa quietud florecen cosas hermosas: la ternura, el asombro… y el humor. No el humor que ridiculiza, sino el que acaricia. El que nos deja reírnos de nosotros mismos con cariño. Porque nadie mejora a punta de regaños. Pero una carcajada honesta, una historia bien contada, una metida de pata dicha sin vergüenza, abre más puertas que mil sermones.
Y ya que hablamos de historias… Mi tía Carmencita, una vez que le confié unas penas, me miró fijo y me dijo: «Hijito, lo más difícil en esta vida es no volverse un amargado». Yo era joven. No entendí. Pero lo guardé en mi pecho. Hoy, ya con muchas canas, sé que tenía razón.
La amargura se disfraza de prudencia, de justicia, de dignidad. Pero por dentro… solo reseca.
Por eso hay que cultivar lo contrario a la amargura: la bondad, la compasión, la risa y la pausa. No como actos heroicos, sino como gestos diarios. Preguntarnos al despertar: «¿A quién puedo aliviarle un poco el día?». No hace falta cambiar el mundo. Basta con hacerlo más habitable para alguien.
Pensaba en eso mientras abrazaba a mi tío Jorge, quebrado por la ausencia de su compañera. Intenté ser eso: una distracción, una risa, un hombro. Porque a veces el amor no da discursos, solo se queda. Acompaña. Escucha sin apuro. Él, si me quebró a mí, cuando entre lágrimas, le agradeció —en su despedida final— los 67 años de felicidad que ella le regaló. Casi siete décadas de amor no caben en un adiós, pero sí en una plegaria.
Como decía Whitman: «Si al menos una vida ha respirado mejor porque tú has vivido, eso es haber tenido éxito.»
No lo olvides: tú también eres alguien. También mereces esa pausa, ese gesto, ese respiro. No todo tiene que doler para que valga. A veces, simplemente estar bien… ya es un acto revolucionario.
Al final, no nos recordarán por títulos, ni por los chats, ni por los correos que respondimos puntuales, ni por lo que dijimos o escribimos. Nos recordarán —con suerte— por cómo hicimos sentir a los demás. Si supimos amar, escuchar, perdonar. Si compartimos un atardecer con quien más lo necesitaba.
Y si no lo hiciste antes, tranquilo. Hoy es un buen día para empezar.
Pausa. Respira. Sonríe. Y sigue.
1 com.